Estambul, diez de la mañana, casco antiguo de la ciudad. Inicia el vociferar que colorea las calles que componen el tejido urbano del centro de la ciudad, calles que suben y bajan creando perspectivas nuevas en cada esquina: las voces de los vendedores ambulantes, con sus cestas cargadas de comida, despiertan la ciudad. Un anciano quilt-maker, los artesanos que fabrican los tradicionales quilts —colchas multicolores cuya fabricación puede requerir, en caso de dibujos complejos, hasta un mes de trabajo— ofrece su artesanía en las calles de Estambul. La voz del quilt maker condensa con vívida y densa expresividad el acto de resistencia de la artesanía ante los ataques de la economía neoliberal: es uno de los doscientos que todavía quedan en la ciudad, hace tan sólo unos quince años en la Cámara de Artesanos de Estambul había 1200 quilters.
Una niña se acerca excitada a otro vendedor ambulante, quiere un panecillo. Sonríe al recibirlo, le dice al vendedor que su madre pagará al día siguiente. Las voces siguen con cadencias regulares, se parecen a un canto dirigido hacia la humanidad de la ciudad, una cesta de palabras entre iguales. Las tarjetas de crédito no son parte del canto, no hay alarmas, cámaras de seguridad, tarjetas cliente, mánager que vigilan, vigilantes que intimidan.
Estambul, misma ciudad, mismo día, diferente lugar.
Una voz sin alma, distante, procedente del mundo de los vencidos, anuncia a través de un micrófono las ofertas especiales de la sección frutería de un supermercado que en nada nos recuerda que estamos en la antigua Bizancio, la Constantinopla cargada de historia, historia que sí (todavía) sigue presente en el tejido vivo del casco antiguo. Un supermercado que podría encontrarse indiferentemente en cualquier lugar de nuestra economía neoliberal, con las mismas técnicas de marketing, los mismos vigilantes, las mismas cámaras de seguridad y las mismas voces muertas que anuncian sin creérselos los descuentos especiales sobre frutas cuyo lugar de procedencia pocos conocen. En la zona de las cajas, los clientes obedientes salen del supermercado con paso lento, cargados de bolsas de plástico llenas de productos garantizados por una fecha de caducidad, pero vencidos.
Los clientes obedientes salen del supermercado con paso lento
Estamos hablando del documental I’ve come and I’ve gone, del joven director Metin Akdemir, proyectado en el XX Jihlava International Documentary Film Festival (en la ciudad de República Checa en la que creció Gustav Mahler, quien se alimentó de la música callejera y las canciones populares de Jihlava). Un documental cuya sensibilidad penetra el proceso de destrucción de la ciudad a manos de la economía neoliberal, que silencia las voces vivas de los vendedores ambulantes transformándolas en asépticas y automatizadas voces sin alma, las voces muertas de los clientes en el espacio afásico de un supermercado.
En el mismo Festival fue también proyectado Non-space | The Collapse of the City as Commodity, de Imre Azem, un excelente y desolador documental sobre los procesos de transformación —léase destrucción— de Estambul ocurridos en los últimos años.
«El derecho a tener una casa es la cosa más sagrada para la gente»: son las palabras densas, intensas, vivas que un hombre ya no joven pronuncia, fuera y lejos de la televisión, en el vídeo de Imre Azem. Es un hombre que defiende la comunidad de los ataques indiscriminados —a las personas, al ambiente— de las empresas constructoras. Mientras tanto la televisión presenta a todo volumen cómo será el anhelado futuro de los estambulenses, que recompensará los esfuerzos de los ciudadanos, su trabajar todo el día en un trabajo en el que no creen para pagarse un lugar en el que vivir.Un sueño hecho (ir)realidad.
Vuelven los dos mundos que se enfrentan: por un lado los seres humanos que construyen su demora, habitándola, un lugar donde proyectar su mundo interior, su presente, su futuro, por el otro la presencia de las constructoras-devastadoras y los promotores inmobiliarios —el último anillo de una larga cadena— que entregan pisos ‘llave en mano’ que enmudecen a sus habitantes. La voz viva se convierte en una pantalla al plasma. Algunos lo llaman progreso.
La voz viva se convierte en una pantalla al plasma. Algunos lo llaman progreso.
Encontramos otra contraposición de voces en el vídeo de animación Backward Run [Tornistan] de Ayçe Kartal, en la misma sección del Festival dedicada a Turquía: mientras en la calle ocurren las protestas del Gezi Park en 2013 con voces y gritos vivos —protestas y resistencia por un lado, represión y crímenes policiales por el otro— contemporáneamente la prensa, tanto escrita como televisada, transmite voces muertas, programas de entretenimiento, telediarios grotescos, títulos confortantes que garantizan que todo va bien, como la voz que desde un micrófono en un supermercado nos comunica los descuentos del momento que no podemos perder. Ayçe Kartal dibujó y realizó el vídeo en muy poco tiempo para que se pudiera difundir durante las protestas.
En la ciudad somos testigos del intento de asesinar la voz —crítica o simplemente humana, no dócilmente automatizada— por parte de la economía neoliberal, un intento continuo y cada vez más agresivo. Es urgente mantener en vida la voz, en cualquier lugar —calles, prensa, mercados, etc.— y, sobre todo, alimentar la voz en cada uno de nosotros.
Artículo publicado en Urban Living Lab.
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Imagen [banner]: Non-space — The Collapse of the City as Commodity [Fotograma]
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