Tres lugares de los que no se quiere hablar, no se puede hablar o no se sabe hablar. Tres lugares en los que no se quiere entrar, no se puede entrar o se tiene miedo a entrar. El miedo hace que no se nombren, y si no se nombran no existen.
He conocido Jericó,
he tenido también yo mi propia Palestina
los muros del manicomio
eran los muros de Jericó
y un pozo de agua infecta
nos ha bautizado a todos.
[Alda Merini · La Tierra Santa (1983). Trad. Roberto Martínez Bachrich]
Un agua infecta inmuniza el lugar de la permeabilidad externa, quien entra no sale y quien no entra no conoce. Los muros opacos neutralizan las palabras para describir, ciegan los ojos para atestiguar, atan las manos que quieren compartir el dolor. ¿Cuál es la diferencia entre el exterior y el interior? ¿Cuál es la membrana que separa los dos mundos? ¿Quién permite su existencia?
Alda Merini pasó diez años de su vida en un manicomio, más tarde será candidata al Premio Nobel por la Académie Française. Un día su marido llegó a casa ebrio y empezó a apalearla. La poetisa lo golpeó con una silla, esa silla la llevó a una cama del manicomio. Treinta y siete electroshocks no le impidieron ser una de las poetisas más importantes del último siglo.
Se impone el electroshock a quien no acepta las reglas infames de esta época. Los poetas son los primeros en caer, las artistas los siguen, los que no se adaptan, las que no quieren ser parte de esta sociedad los acompañan.
El inventor del electroshock fue Ugo Cerletti, un médico italiano que en 1938 observó cómo se aturdiba a los cerdos en los mataderos antes de darles muerte. Fue una observación productiva. Una descarga eléctrica para someter a millones de animales, a miles de seres humanos, en un destino común. Los animales son puros autómatas, máquinas maravillosamente ensambladas, decía un filósofo francés exactamente trescientos años antes. El electroshock ha sido, y sigue siendo, el elemento que une los destinos de los rechazados de la modernidad. En ambos casos se lo presenta como un avance, un instrumento para atenuar el dolor, incluso una terapia, invirtiendo perversamente el significado de las palabras. Se omite siempre el análisis de las razones que legitiman su uso.
Una descarga eléctrica para someter a millones de animales, a miles de seres humanos, en un destino común.
Entrar en un manicomio, o si preferís el eufemismo unidad psiquiátrica, está prohibido fuera de estrictos horarios. Lo saben los familiares de Franco Mastrogiovanni, un maestro de 58 años quien murió hace diez años —el 4 de agosto de 2009— tras 87 horas de contención y coerción en el hospital italiano San Luca de Vallo della Lucania. Los médicos y enfermeros responsables del asesinato siguen trabajando. Lo sabe la hermana de Andreas Fernández González, quien murió de meningitis en el Hospital Universitario Central de Asturias tras ser diagnosticada como enferma mental y atada durante 75 horas, que no pudo visitar por prohibición de los médicos.
Entrar en un matadero está prohibido. Cámaras de seguridad y vallas protegen su actividad. Los muros opacos silencian la voz de los animales sacrificados por decisión de un animal superior. No hay testigos, no hay delito. Los animales son puros autómatas... La Generalitat de Catalunya amenaza a los activistas con multas de hasta 100.000 euros por entrar en los mataderos y documentar las condiciones de los animales. Se establece una condena por decir la verdad. Sin palabras, sin imágenes un lugar no existe.
En estos lugares no se puede entrar. No se pueden ver, no se pueden nombrar, no se pueden cuestionar. No existen.
En los campos de concentración la vida se vuelve vida nuda, cuerpos de refugiados, deportadas o perseguidos excluidos de la vida política y de la palabra sometidos al poder de otras personas en un espacio de excepción, donde la ley no tiene vigencia. Son el tercer lugar (in)visible que condensa nuestra modernidad y compone el triángulo de la infamia. En las fronteras, en las islas, en los lugares alejados. El elemento común a todos los campos es su inexistencia. Sobre los campos se lee en los libros de historia, como si fueran un hecho histórico del pasado. Fuera de los libros no se nombran, por ende no existen. No se quiere saber, no se quiere entrar, ni siquiera con la mente. La mente escolarizada rechaza la exploración crítica o creativa. Se niega a ver. El campo es el nomos del espacio político en el que vivimos, dice un filósofo contemporáneo. De facto, el campo, el manicomio y el matadero son lugares fuera del derecho, que se quiere mantener fuera del derecho, para excluir del derecho a seres vivos sin poder. En estos lugares no se puede entrar. No se pueden ver, no se pueden nombrar, no se pueden cuestionar. No existen. Agujeros negros, lugares insensatos, abismos que devoran a los desposeídos con el beneplácito de los ciudadanos modélicos.
El triángulo que a pesar de no existir existe
Manicomio, matadero, campo: el triángulo que a pesar de no existir existe y nos sostiene. Como diligentes equilibristas modernos podemos únicamente recorrer los lados del triángulo, los caminos rectos, lineales, previsibles que nos ofrecen estos tres lugares que tememos y no cuestionamos, axiomas y fundamento de la violencia moderna. El miedo a dar un paso en falso y caer al vacío nos paraliza cuerpo y mente, nos obliga a seguir el camino diligentemente, como un estudiante cumpliendo sus tareas obligatorias. Ver el triángulo, no seguir sus caminos rectos, descubrir las limitaciones que impone a la infinidad de recorridos posibles que se producirían con la eliminación de estos tres lugares se vuelve un acto de resistencia a una vida vaciada. El retorno a una vida plena.
La vida moderna sigue su curso, imperturbable, mecánica, lineal, eficiente, productiva, organizada, competitiva, civilizada, legalizada, acrítica, afásica, anestética, anestesiante, anestesiada, atrofiada, tumescente, putrescente. Romper el triángulo nos salvará.
Artículo publicado en El Salto Diario
Imagen [banner]: Paola Rizzi | Manicomio de Cogoleto
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